NAUPLIO
Sábado, 13 de julio. Después de 26 años, vuelvo al Peloponeso con la intención de repetir (y mejorar) el viaje que realicé por esa tierra de leyenda en el verano de 1993. Parece mentira, pero aunque he estado en Grecia cerca de una decena de veces, no había vuelto a pisar esa península, unida al continente por el istmo de Corinto y cuyo nombre toma del héroe Pélope, conquistador de la región.
Llegamos a Atenas (mi compañero de fatigas y yo) en el vuelo nocturno de Aegean Airlines (1:45 horas del sábado), que nos depósito en suelo heleno sobre las 6:30 hora local (una más que en España). En el aeropuerto recogimos el coche de alquiler y nos dirigimos hacia Nauplio (dos horas), capital de la Argólida.
Al llegar a Nauplio era muy temprano para ir al hotel, así que condujimos hasta la playa del centro de la ciudad (aparcamiento gratuito), y en el BluBlanc degustamos un frappé y un refresco, contemplando el ir y venir de los bañistas, el azul del mar, la limpieza del agua y los macizos rocosos que lamían la arena. ¡Estábamos de nuevo en la patria de Zeus, Homero, Atenea, Ulises... y las cigarras.
Al llegar a Nauplio era muy temprano para ir al hotel, así que condujimos hasta la playa del centro de la ciudad (aparcamiento gratuito), y en el BluBlanc degustamos un frappé y un refresco, contemplando el ir y venir de los bañistas, el azul del mar, la limpieza del agua y los macizos rocosos que lamían la arena. ¡Estábamos de nuevo en la patria de Zeus, Homero, Atenea, Ulises... y las cigarras.
Para comer, decidimos ir en coche hasta la cercana playa de Karathona, donde nos dimos el primer chapuzón del viaje en el Egeo. No pudo ser más perfecto: comida buena y barata en una taberna local, vino retsina, wifi aceptable y una playa familiar medio desierta.
Sobre las 16 horas fuimos por fin a los apartamentos Filoxenion, donde nos esperaba el dueño, muy simpático, para informarnos de todo, darnos las llaves del edificio y de la habitación. El estudio me encantó: bonito, cama enorme, minicocina y dos terrazas con vistas a la colina rocosa donde se alza la fortaleza de Palamedes. En una zona muy céntrica, con párking gratuito en la calle y un wifi estupendo... por 82 euros al día, ¿quién da más?
Al atardecer, paseamos por el casco histórico de Nauplio, de indudable aspecto veneciano y porte aristocrático, cuajado de calles estrechas donde las casas asombran por sus balcones decadentes repletos de flores. El paseo frente al mar, donde se alza la fortaleza del Burtsi, está salpicado de cafés y bares, pizzerías y restaurantes, algunos claramente para guiris, que se reconocen en seguida. En la plaza Syntagma tomamos unas cervezas viendo la puesta de sol sobre los muros del fortín de Palamedes. Y para rematar el día, cena en una taberna en una calle interior detrás del puerto, bajo una enorme azalea convertida en árbol.
La Fortaleza de Palamedes vigila Nauplio desde las alturas. |
MICENAS
Domingo, 14 de julio. La primera vez que visité Micenas, en 1993, lloviznaba, pero en esta ocasión el sol lucía despampanante y el calor derretía termómetros. Quizá por eso había poca gente subiendo y bajando por las laderas del yacimiento arqueológico, mientras que en el museo (con aire acondicionado) los turistas (sobre todo japoneses) se contaban por docenas.
En toda Grecia, como en la mayor parte de Europa, la entrada a los recintos arqueológicos y museos oficiales es gratuita con el carné de prensa, lo que nos ahorró cientos de euros. Es muy recomendable visitar antes el museo, que exhibe algunos objetos del yacimiento, como joyas de oro o una máscara funeraria que se pensó en un principio que era del rey Agamenón. Ese día ejercía de guardián un perro que dormitaba en el suelo huyendo del calor.
Cuenta la leyenda que Micenas fue fundada por Perseo, hijo de Zeus, con ayuda de los cíclopes, lo que explicaría los enormes bloques de piedra con que están hechas sus murallas. Hoy, como en el siglo XII a.C., traspasar la mítica Puerta de los Leones es una experiencia sobrecogedora. No hay calor ni fatiga que la haga palidecer.
Me gustaron mucho las grandiosas tumbas reales circulares y también la aridez de los montes cónicos, que acunan como un regazo las ruinas de la que fuera capital de la civilización micénica (época de esplendor, 1600-1150 a.C.), una formidable ciudadela fortificada donde vivían el rey, los nobles y su guardia personal.
Y me dejé llevar por la imaginación al pensar en qué sentiría Heinrich Schliemann (1822-1890), el millonario prusiano que descubrió Troya y desenterró Micenas, guiado por su fe en que los poemas de Homero (siglo VIII a.C.) contenían verdades históricas.
En toda Grecia, como en la mayor parte de Europa, la entrada a los recintos arqueológicos y museos oficiales es gratuita con el carné de prensa, lo que nos ahorró cientos de euros. Es muy recomendable visitar antes el museo, que exhibe algunos objetos del yacimiento, como joyas de oro o una máscara funeraria que se pensó en un principio que era del rey Agamenón. Ese día ejercía de guardián un perro que dormitaba en el suelo huyendo del calor.
Cuenta la leyenda que Micenas fue fundada por Perseo, hijo de Zeus, con ayuda de los cíclopes, lo que explicaría los enormes bloques de piedra con que están hechas sus murallas. Hoy, como en el siglo XII a.C., traspasar la mítica Puerta de los Leones es una experiencia sobrecogedora. No hay calor ni fatiga que la haga palidecer.
Me gustaron mucho las grandiosas tumbas reales circulares y también la aridez de los montes cónicos, que acunan como un regazo las ruinas de la que fuera capital de la civilización micénica (época de esplendor, 1600-1150 a.C.), una formidable ciudadela fortificada donde vivían el rey, los nobles y su guardia personal.
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Después de descansar y comprar unos imanes y tarjetas postales (sí, soy de esas que aún compran postales) en la tienda del museo, cogimos de nuevo el coche para ir al cercano Tesoro de Atreo, también llamado Tumba de Agamenón, una construcción cónica de magnífica acústica donde hallamos a una familia española pegando voces.
EPIDAURO
Ese día, para la comida escogimos viajar hasta la playa de Paleas Epidauro, situada al lado de la acrópolis y del teatro antiguo de Epidauro.
Tuvimos el tiempo justo de comer en la terraza del hotel Poseidón, al borde del puerto, viendo el trajín de los catamaranes, antes de que estallara la tormenta. De hecho, empezó a diluviar nada más meternos en el coche, pero la lluvia y el calor bochornoso habían remitido cuando llegamos al sitio arqueológico.
Era nuestra segunda visita al Teatro de Epidauro (siglo IV a.C.), el mejor conservado de todos los teatros antiguos y poco restaurado, lo que le otorga un mayor encanto. Hasta principios del siglo XIX se tenía por desaparecido, hasta que un viajero inglés reveló el plano de la ruinas, y quizá por eso se salvó de la destrucción durante más de dos milenios. Como me sucedió en Micenas, disfruté mucho la experiencia de subir los altos, empinados y resbaladizos escalones hasta la parte más elevada del monumento. El paisaje es soberbio, se tiene la sensación de estar por encima de los problemas, en comunión con los montes, los árboles, la tierra y el cielo. Quizá por ello escogieron este lugar para firmar la primera Constitución griega, en 1822.
Además del teatro, merece la pena pasar un rato recorriendo el recinto, que comprende el santuario del dios Esculapio y el diminuto museo, que en apenas dos salas muestra una gran colección de exvotos.
Rendidos por el cansancio, esa noche, cuando por fin regresamos a Nauplio, cenamos en la terraza de nuestro apartamento un retsina bien fresco, queso y frutos secos. Y a dormir.
OLIMPIA
Lunes, 15 de julio. Madrugamos con la intención de llegar pronto a Olimpia, ya que nuestra experiencia con las carreteras griegas nos había enseñado que para recorrer los poco más de 175 kilómetros entre ambas ciudades tardaríamos más de tres horas. Y así fue. Escogimos la ruta de Argos, Trípoli y Kalo Nero, con una parada en un área de servicio con vistas panorámicas.
Llovió durante todo el camino y seguía lloviendo cuando, sobre la una del mediodía, estacionamos el coche en el párking del recinto arqueológico (gratis con carné de prensa), lo que nos obligó a empezar la visita por el Museo Arqueológico.
También era la segunda vez que íbamos a Olimpia, pero yo apenas lo recordaba, así que el museo me sorprendió aún más. Tiene piezas muy valiosas, como el Hermes de Praxíteles (impresionante mármol pulido del siglo IV a.C.) o la estatua de una diosa alada que encontraron en una columna del sitio arqueológico, o las docenas de
caballos votivos y cascos antiquísimos (precioso el casco corintio de finales del siglo VIII
a.C.). También son bellísimos los frontones y metopas del Templo de Zeus, con escenas mitológicas de centauros, dioses,
luchas épicas, donde se funden leyenda y tradición.
La lluvia no amainaba, así que empleamos una hora en hacer compras por la calle comercial de la ciudad, donde encontramos una tienda con muchos diseños de camisetas de Zoe. Y nos sentamos a comer en la terraza de la taberna La Belle Helene oyendo la luvia caer mientras tomábamos cerveza Mythos, dolmades (hojas de parra rellenas de arroz), calamares y sandía; esta última regalo de la casa.
Al filo de las cinco de la tarde iniciamos la visita al recinto, donde se celebraban los épicos Juegos Olímpicos de la Antigüedad. Me pareció menos majestuoso de lo que recordaba, aunque logré experimentar el encanto de atravesar la palestra y el gimnasio donde entrenaban los atletas y pasear entre las ruinas del Templo de Zeus (siglo V a.C.), donde una vez se alzó la escultura del dios tallada por Fidias y considerada una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Hoy lo que abunda son los montones de columnas ennegrecidas y rotas, capiteles fragmentados y piedras apiladas en el suelo, sin orden ni concierto, entre hierba y musgo. Aun así, me gustó entrar en el Estadio Olímpico, admirarlo desde arriba, contemplar lo que queda del Templo de Hera... y reposar un momento en el lugar donde prende la llama olímpica cada cuatro años.
Muy satisfechos con la visita cultural, dejamos atrás Olimpia en busca de alguna playa donde tomar algo de cara al mar esperando el atardecer, pero la lluvia y el relativo frío nos empujaron de vuelta a la carretera y hacia Nauplio, a donde llegamos bien entrada la noche. Eso no nos disuadió de salir a cenar: en Aiolos (unos 40 euros) compartimos entrantes, probé una deliciosa ensalada de habas y bebimos retsina. Broche ideal para un día muy, muy cansado.
NAUPLIO Y TIRINTO
Martes, 16 de julio. El descanso era casi el único plato en el menú de nuestro último día en el Peloponeso. Descanso relativo, claro, porque muy temprano hicimos una breve visita, prácticamente solos, a las ruinas de Tirinto, cuna de Hércules y una ciudad micénica amurallada que debió ser espectacular y que hoy está del todo opacada por la fama de Micenas.
De Tirinto me fascinaron la larga y pulida escalinata de piedra que conducía desde la colina palacial hasta las puertas de la muralla, las vistas
sobre el mar y los enormes sillares de piedra.
De regreso a Nauplio y bajo un calor algo bochornoso, subimos en coche hasta el parque del Baluarte Grimani (siglo XVIII) para admirar la ciudad desde las alturas (realmente bonita) y, a continuación, otra vez en coche hasta la Fortaleza de Palamedes, situada a unos cuatro kilómetros. Es un recinto enorme, del siglo XVIII, muy bien conservado, con varios bastiones y grandiosas vistas sobre el mar.
Lo que en realidad nos apetecía era bañarnos en el mar, así que pusimos rumbo a la playa de Karathona, que conocimos el primer día, pero esta vez llegamos hasta el fondo, donde la arena es más fina, hay menos piedras en la orilla y menos gente. Nos aposentamos en una mesa en la Taberna Asemakopoulos, con los pies en la arena, y mientras esperábamos la comida nos dimos un par de baños. Pedimos pulpo a la parrilla (12 euros) y estaba tan rico que tomamos dos; berenjenas al horno con tomate y ajo semicrudo, zatziki, vino blanco, frappés... por 42 euros.
Comimos, bebimos y nos bañamos oteando el cielo por si llegaba la tormenta eléctrica que anunciaba mi móvil para esa tarde. Sí, la lluvia, los rayos, los truenos y hasta la niebla cayeron sobre Nauplio, pero a las ocho de la noche.
(Continúa en Viaje a Grecia II: Delfos, Lamía y Salónica)
Puerto de Paleas Epidauro (Peloponeso, Grecia). |
Era nuestra segunda visita al Teatro de Epidauro (siglo IV a.C.), el mejor conservado de todos los teatros antiguos y poco restaurado, lo que le otorga un mayor encanto. Hasta principios del siglo XIX se tenía por desaparecido, hasta que un viajero inglés reveló el plano de la ruinas, y quizá por eso se salvó de la destrucción durante más de dos milenios. Como me sucedió en Micenas, disfruté mucho la experiencia de subir los altos, empinados y resbaladizos escalones hasta la parte más elevada del monumento. El paisaje es soberbio, se tiene la sensación de estar por encima de los problemas, en comunión con los montes, los árboles, la tierra y el cielo. Quizá por ello escogieron este lugar para firmar la primera Constitución griega, en 1822.
Además del teatro, merece la pena pasar un rato recorriendo el recinto, que comprende el santuario del dios Esculapio y el diminuto museo, que en apenas dos salas muestra una gran colección de exvotos.
Rendidos por el cansancio, esa noche, cuando por fin regresamos a Nauplio, cenamos en la terraza de nuestro apartamento un retsina bien fresco, queso y frutos secos. Y a dormir.
OLIMPIA
Lunes, 15 de julio. Madrugamos con la intención de llegar pronto a Olimpia, ya que nuestra experiencia con las carreteras griegas nos había enseñado que para recorrer los poco más de 175 kilómetros entre ambas ciudades tardaríamos más de tres horas. Y así fue. Escogimos la ruta de Argos, Trípoli y Kalo Nero, con una parada en un área de servicio con vistas panorámicas.
Llovió durante todo el camino y seguía lloviendo cuando, sobre la una del mediodía, estacionamos el coche en el párking del recinto arqueológico (gratis con carné de prensa), lo que nos obligó a empezar la visita por el Museo Arqueológico.
Esculturas del Templo de Zeus (Olimpia). |
Figuras votivas de caballos y de otros animales, exhibidos en el Museo Arqueológico de Olimpia (Grecia). |
La lluvia no amainaba, así que empleamos una hora en hacer compras por la calle comercial de la ciudad, donde encontramos una tienda con muchos diseños de camisetas de Zoe. Y nos sentamos a comer en la terraza de la taberna La Belle Helene oyendo la luvia caer mientras tomábamos cerveza Mythos, dolmades (hojas de parra rellenas de arroz), calamares y sandía; esta última regalo de la casa.
Estadio Olímpico (Olimpia, Peloponeso). |
Al filo de las cinco de la tarde iniciamos la visita al recinto, donde se celebraban los épicos Juegos Olímpicos de la Antigüedad. Me pareció menos majestuoso de lo que recordaba, aunque logré experimentar el encanto de atravesar la palestra y el gimnasio donde entrenaban los atletas y pasear entre las ruinas del Templo de Zeus (siglo V a.C.), donde una vez se alzó la escultura del dios tallada por Fidias y considerada una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Hoy lo que abunda son los montones de columnas ennegrecidas y rotas, capiteles fragmentados y piedras apiladas en el suelo, sin orden ni concierto, entre hierba y musgo. Aun así, me gustó entrar en el Estadio Olímpico, admirarlo desde arriba, contemplar lo que queda del Templo de Hera... y reposar un momento en el lugar donde prende la llama olímpica cada cuatro años.
Muy satisfechos con la visita cultural, dejamos atrás Olimpia en busca de alguna playa donde tomar algo de cara al mar esperando el atardecer, pero la lluvia y el relativo frío nos empujaron de vuelta a la carretera y hacia Nauplio, a donde llegamos bien entrada la noche. Eso no nos disuadió de salir a cenar: en Aiolos (unos 40 euros) compartimos entrantes, probé una deliciosa ensalada de habas y bebimos retsina. Broche ideal para un día muy, muy cansado.
NAUPLIO Y TIRINTO
Martes, 16 de julio. El descanso era casi el único plato en el menú de nuestro último día en el Peloponeso. Descanso relativo, claro, porque muy temprano hicimos una breve visita, prácticamente solos, a las ruinas de Tirinto, cuna de Hércules y una ciudad micénica amurallada que debió ser espectacular y que hoy está del todo opacada por la fama de Micenas.
Escalinata de la antigua ciudad micénica de Tirinto (Nauplio, Peloponeso). |
De regreso a Nauplio y bajo un calor algo bochornoso, subimos en coche hasta el parque del Baluarte Grimani (siglo XVIII) para admirar la ciudad desde las alturas (realmente bonita) y, a continuación, otra vez en coche hasta la Fortaleza de Palamedes, situada a unos cuatro kilómetros. Es un recinto enorme, del siglo XVIII, muy bien conservado, con varios bastiones y grandiosas vistas sobre el mar.
Lo que en realidad nos apetecía era bañarnos en el mar, así que pusimos rumbo a la playa de Karathona, que conocimos el primer día, pero esta vez llegamos hasta el fondo, donde la arena es más fina, hay menos piedras en la orilla y menos gente. Nos aposentamos en una mesa en la Taberna Asemakopoulos, con los pies en la arena, y mientras esperábamos la comida nos dimos un par de baños. Pedimos pulpo a la parrilla (12 euros) y estaba tan rico que tomamos dos; berenjenas al horno con tomate y ajo semicrudo, zatziki, vino blanco, frappés... por 42 euros.
(Continúa en Viaje a Grecia II: Delfos, Lamía y Salónica)
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