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Luis Fermín Moreno (@fathermarch)
No sé cómo andan ustedes, pero uno comienza a estar un poco saturado de oír hablar de políticos caraduras, catastrofistas que no aceptan la derrota, promesas incumplidas, líneas rojas traspasadas, etc. Así que hoy, si les parece, les voy a contar una historia de romanos.
Pompeya (siglo I a.C.), además de la ciudad arrasada por la erupción del Vesubio, fue el nombre de la segunda mujer de Julio César que dio origen a la famosa frase que tanto juego da cuando se trata de sermonear sobre la honradez y las apariencias en la cosa pública. En días como estos que vivimos, por supuesto, se vuelve a repetir una y otra vez. Pero, en realidad, la sentencia surgió a raíz de un vodevil erótico-político en el que la honradez tuvo una importancia muy relativa.
Pompeya, segunda mujer de Julio César. |
Tapiz 'Clodio disfrazado de mujer' (1675-85), Museo Instituto Arte Chicago. |
Esta historia tuvo dos consecuencias. La primera fue el repudio de Pompeya. Hay que decir que César se había casado con ella por unos objetivos políticos determinados, que ahora no vienen a cuento y que ya habían perdido su sentido, por lo que tampoco le interesaba mantener el matrimonio.
'César repudia a Pompeya', ilustración de 'Viaje pintoresco por Francia' (Gettard Béguillet). |
SER HONRADA.. Y PARECERLO
La segunda fue el juicio contra Clodio, acusado de inmoralidad y sacrilegio. César fue llamado como testigo. Para sorpresa de todos, declaró que no sabía nada de los hechos que se imputaban al reo. Entonces le preguntaron por qué había repudiado a Pompeya. Según Plutarco, su respuesta fue que no quería que la sombra de la duda cayera sobre su mujer. La tradición posterior añadió la frase célebre: “La mujer del césar no solo debe ser honrada, sino también parecerlo”.
Pero lo que señala Plutarco, que no era precisamente ingenuo, es algo muy distinto. Subraya el biógrafo que, aunque unos pocos creyeron la justificación de César, la mayoría pensó que pretendía ganarse el favor del pueblo, que quería la absolución de Clodio. Y añade que, gracias a la declaración cesárea, los jueces, que temían el furor de la plebe si lo condenaban y que no querían quedar mal con los aristócratas absolviéndolo, pudieron eximir al acusado sin comprometerse.
El relato no deja lugar a dudas sobre el cinismo del testigo y la culpabilidad del absuelto. No es, pues, una narración sobre la moralidad pública, sino una historia que muestra a las claras las frecuentes relaciones entre los intereses políticos y la impunidad de ciertos actos. Por si todavía alguien espera sentido del deber o comportamientos ejemplarizantes en los próximos tiempos
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