Firma invitada:
Luis Fermín Moreno
Desde este lunes pasado, 9 de
marzo, el Petit Port Royal de Alcazarén (Valladolid) está más solitario
que nunca. Su morador, José Jiménez Lozano (1930-2020), se ha ido. Allí, en este
antiguo pajar castellano con un olmo frente a la puerta, llevó su vida
“horaciana” durante décadas este escribidor, “quizás porque uno no sabe hacer
otra cosa”, de una obra única, inmensa, iconoclasta, tierna. Fue asesino, con
su pluma, su conversación y una sonrisa, de la banalidad del
horror cotidiano, siempre fino y contundente. Fue, como ha dicho AndrésTrapiello, un hombre que “iba por libre, pero solo porque era libre, o sea, sin
darse la menor importancia, habiéndola tenido toda”.
Pero, sobre todo, Jiménez Lozano
era un hombre con muchos amigos, que siempre andaban por allí
haciéndole compañía. Amigos de carne y hueso, y amigos “de los adentros”. Era
la persona con la vida interior más rica que he conocido.
Tuve una vez el privilegio de ver
a Flannery O’Connor, Emily Dickinson, Simone Weill, Baruch Spinoza,
Teresa de Ávila o Juan de la Cruz (sus “ángeles”) pulular por paredes,
estanterías y jardín. También por la conversación, junto a otros como
Soren Kierkegaard, Horacio, Thomas Hobbes, Charles Peguy, Miguel de
Unamuno, Georges Santayana, Agustín de Hipona o las damas y
solitarios del jansenista Port-Royal (el grande). Con ellos charlaba continuamente
y usaba su coletilla de siempre: “Yo no sé usted qué pensará…”
Formar parte, aunque fuera esporádicamente, de esa cuadrilla ha sido uno de los logros profundos de mi vida. Y este lunes me sentí huérfano por tercera vez. Hasta que me di cuenta de que, con la muerte de Pepe Jiménez Lozano, no he perdido un amigo. Solo ha pasado a formar parte de los que voy acumulando en mis adentros.
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