SALÓNICA
Domingo, 21 de julio. Empezamos
la calurosa mañana visitando la Acrópolis de Salónica, en el barrio alto de la
ciudad, que no es gran cosa como monumento en sí, aunque ofrece bonitas vistas
sobre la bahía. Habíamos planeado un domingo playero, así que en seguida
cogimos el coche, sin rumbo fijo, hasta recalar en Archea Pydna, donde nos
dimos unos baños rápidos y tomamos café en un chiringuito sobre la arena
observando el mar.
De vuelta
a Salónica, esa tarde hicimos un mini recorrido turístico hasta el ágora romana
y de allí fuimos en taxi hasta el café-bar Skyline, situado
en lo alto de una torre y cuya particularidad es que gira 360º, con música
en directo y algo caro, sobre todo si se toman copas o cócteles. Valga de
ejemplo: un cosmopolitan, un vino y un plato de quesos con fruta, 37 euros.
Después
de una última caminata por el Paseo Marítimo, cenamos en la calle, un último homenaje en la taberna Takadum a base de humus, zatziki, ensalada de la casa, vino retsina y algo de carne a la brasa
para mi compañero… ¡Todo muy bueno y barato!
VERGINA: TUMBAS
REALES
Lunes, 22 de julio. Ese día
tocaba empezar a regresar hacia el sur, dejando atrás Salónica, rumbo a las
tumbas reales de Vergina (siglo IV a.C.), un maravilloso
descubrimiento, no solo por admirar los lujosos enterramientos ligados a los reyes de Macedonia, entre ellos Filipo II, padre de
Alejandro Magno, sino
porque las tumbas permanecen en el mismo sitio donde se construyeron más de
2300 años atrás, con los tesoros que contenían ahora dispuestos a su alrededor y con
un museo que se ha levantado sobre y alrededor de ellas, respetando el silencio y la oscuridad del lugar.
Aunque la gran atracción es la
tumba II, identificada como la de Filipo II, y su maravilloso ajuar, en este
túmulo funerario existen otras tres tumbas, una de las cuales los arqueólogos
afirman que es la del hijo de Alejandro Magno.
De las
tumbas solo se ven (y desde lejos) las puertas de entrada, majestuosas obras de
arte de la arquitectura, el diseño y la pintura mural de los siglos IV y III a.C.
Pero de cerca sí se puede contemplar cómo resplandecen
la arqueta con las cenizas de Filipo II,
la corona de oro que reposaba sobre sus huesos lavados con vino (según la
costumbre macedonia) y numerosas joyas.
Dentro de este gran túmulo está terminantemente
prohibido hacer fotos.
MONTE OLIMPO
Desde Vergina nos dirigimos hacia el
monte Olimpo, fuente inagotable de mitos y leyendas, el sitio donde según los antiguos griegos habitaban los dioses, un lugar tan elevado que las nubes tapaban la cumbre. Zeus presidía a todos los dioses, y aunque el recuento de divinidades varía según los autores, parece que su número era doce.
Tardamos hora y media en llegar y subir por una carretera serpenteante hasta el refugio Stavros (carretera de Litochoro a Prionia), donde disfrutamos de las vistas espectaculares (ver vídeo abajo) rodeados de naturaleza. En la terraza exterior de Stavros comimos bien y por poco dinero, incluso probamos una cerveza Vergina, que ni sabíamos que existía.
A 950 metros sobre el mar, en las faldas del mismísimo #Zeus, esto es, el monte #Olimpo— Pepa Montero (@PepaMonteroM) 22 de julio de 2019
A nuestros pies, el #Egeo y de anfitrión, ‘Stavros’ #viajes #Grecia pic.twitter.com/0iPuzf9NJN
De Stavros descendimos hasta la playa de
Litochoro, de arena fina y limpia, donde nos dimos un baño y tomamos refrescos
en un bar tipo chill-out que a esas horas de la tarde ya tenía puesta una
música atronadora.
PORTARIA
Otra vez en coche, rumbo al sur. Esa
noche habíamos reservado hotel en Portaria, un pueblo de apenas dos
calles, muy empinado, en el monte Pelion y suspendido sobre la ciudad de Volos y su mar. Tanto
nuestra habitación como la terraza del hotel Erofili tenían magníficas vistas. Pasamos un rato agradable contemplando el anochecer mientras el
paisaje circundante se llenaba de luces y a lo lejos se oía a los perros
ladrar.
Esa noche cenamos temprano, en una
taberna en la plaza del pueblo, bajo un árbol gigante más que centenario. La
carta era muy pequeña, poco más que carne a la plancha o guisada,
así que me conformé con comer tomate y pimiento rellenos de arroz y ensalada
griega. Muy bueno y barato.
TERMÓPILAS
Martes, 23 de julio. Ese día teníamos
que devolver el coche en el aeropuerto de Atenas, por lo que nos esperaban varias
horas de conducción y un par de visitas inexcusables por el camino, de modo que desayunamos
temprano en la terraza del hotel y nos pusimos en marcha.
Hacía un calor infernal cuando nos
detuvimos en la explanada del Memorial de la batalla de las Termópilas, el histórico enclave que en agosto o septiembre del año 480 a.C. era un estrecho desfiladero entre el mar y las montañas, y donde los 300 espartanos dirigidos por el rey Leónidas fueron masacrados mientras trataban de frenar al ejército persa de Jerjes I.
Lo más desconcertante es que hace siglos que no queda rastro del desfiladero; se ha convertido en una gran planicie de más de cinco kilómetros, creada por las tierras aluviales que los ríos de la zona han ido sedimentando allí con el paso del tiempo. Las cigarras, el calor, el polvo y el abandono es lo que permanece en el sitio.
Para preservar el recuerdo, en el año 1955 se erigió el actual Memorial, un conjunto escultórico realizado por el artista Vasos Falireas. En el centro, una estatua de bronce de Leónidas con lanza y escudo; a la derecha del rey, una figura de mármol representa al Taigetos, la montaña más alta del Peloponeso; y a la izquierda del monarca espartano, otra figura de mármol personifica al río Evrota. El memorial se pagó con dinero de griegos que vivían en Estados Unidos.
Lo más desconcertante es que hace siglos que no queda rastro del desfiladero; se ha convertido en una gran planicie de más de cinco kilómetros, creada por las tierras aluviales que los ríos de la zona han ido sedimentando allí con el paso del tiempo. Las cigarras, el calor, el polvo y el abandono es lo que permanece en el sitio.
Para preservar el recuerdo, en el año 1955 se erigió el actual Memorial, un conjunto escultórico realizado por el artista Vasos Falireas. En el centro, una estatua de bronce de Leónidas con lanza y escudo; a la derecha del rey, una figura de mármol representa al Taigetos, la montaña más alta del Peloponeso; y a la izquierda del monarca espartano, otra figura de mármol personifica al río Evrota. El memorial se pagó con dinero de griegos que vivían en Estados Unidos.
Aparte de las estatuas, de varios
carteles explicativos sobre la batalla y de los turistas que llegan con
cuentagotas, hay un par de avispados vendedores con sus coches aparcados en
cuyos maleteros venden frutas (a 3 euros el cesto). Una pequeña fuente les
sirve para lavar la fruta.
A unos 250 metros del memorial, al otro lado de la carretera, se encuentra el manantial de aguas termales que da nombre a las Termópilas (en griego, "aguas calientes"), en un lamentable estado de abandono. Las losas de piedra están cubiertas
de musgo, el agua sulfurosa se estanca en varios sitios y por todas partes se aprecian restos
calizos de las fuentes que en su día debieron estar canalizadas. Muy cerca de esta suerte de piscina natural pueden verse un par de edificios semi ruinosos, que se habrían derrumbado si no fuera porque familias de emigrantes los tienen ocupados.
SKALA Y LLEGADA A ATENAS
De nuevo en ruta, nos detuvimos un rato
para repostar gasolina y estirar las piernas en el pueblo playero de Skala. Encontramos un chiringuito muy tranquilo en la arena frente al mar y, aunque no
nos dio tiempo a chapotear, de allí me traje la última picadura de
mosquito (o del bichito que fuera), que como todas las mías, se va abultando
con los días y tarda dos semanas en desaparecer.
Más carretera… y al fin, sobre las 16
horas, aparcábamos en el aeropuerto de Atenas para entregar el coche de alquiler en
Enterprise, sin más incidencia que los 1,67 euros por litro que gastarnos para dejarlo con el depósito lleno.
Cogimos el metro hasta la plaza Monastiraki
(10 euros billete) y de allí arrastrando las maletas hasta el hotel AthensCenter, situado justo en el mercado de la ciudad, más parecido a un bazar
turco que a un mercado occidental.
Atenas es para nosotros una vieja
conocida, la hemos visitado unas 15 veces, ya sea porque recalamos en ella a la
ida o a la vuelta en otros viajes por las islas griegas, por Creta, por Chipre,
o por las varias ocasiones en que hemos venido únicamente aquí en viajes
relámpago. Así que recorrer Atenas significa reencontrarnos con calles conocidas, monumentos familiares, museos que son viejos amigos, plazas y
algunos restaurantes que visitamos desde 1993, cuando por primera vez aterrizamos en suelo griego.
Al atardecer, fuimos
caminando por la calle Adrianou hasta la plaza de la Linterna de Lisícrates, donde tomamos cerveza
y ensalada en la taberna-restaurante Diógenes. La plaza está ahora más limpia y ordenada, las piedras apiladas, con un aspecto de parque casi burgués, pero sigue llena de gatos callejeros, igual que cuando la visitamos hace cuatro años. Regresamos al hotel dando un buen rodeo
por el sur de la Acrópolis, subimos las
laderas del monte sagrado y bajamos de nuevo hasta la Plaka, Monastiraki... y al hotel a dormir.
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