sábado, 29 de septiembre de 2018

Viaje a Canadá (I): Montreal, ciudad 'europea', culta y moderna que habla francés por culpa de Jacques Cartier

1ª SORPRESA: Aterrizamos en Montreal el 25 de julio, tras un buen vuelo con Air Transat (siete horas desde Madrid). Nos sorprendió (y a mí me fastidió) que el control de pasaportes para entrar al país se realizara en máquinas: escaneas el documento, posas para la foto de rigor y contestas preguntas sobre divisas, armas, etc., siguiendo instrucciones en la pantalla (disponibles en castellano). Cuando la máquina expide la hoja pertinente ya puedes ir hacia la salida y darle el papel al policía.

2ª SORPRESA:  Sí, en Montreal todo el  mundo habla francés. Por supuesto, ya sabía que la provincia de Quebec es la zona francófona de Canadá y sus habitantes son bilingües, pero de entrada me chocó que solo se oyera el francés; un francés áspero, duro de entender incluso para franceses. A los turistas nos hablan en inglés. Cuando al fin subimos al autobús 747 en el aeropuerto para ir al centro de la ciudad llovía, y seguía lloviendo al bajar. Por suerte, la parada estaba muy cerca de nuestro hotel, Saint Denis, en pleno barrio Latino.


El barrio Vieux Montreal: sabor europeo, edificios de
piedra, mansiones bajas, bars-a-vins, elegantes cafés. 
3ª SORPRESA: Nos apetecía visitar el centro histórico antes de anochecer, así que cogimos el metro para ir al Vieux  Montreal y llegó la tercera sorpresa: al comprar un paraguas vimos que los precios de las etiquetas no incluyen impuestos y el vendedor los añade al cobrarte. Igual pasa en bares y restaurantes: los precios del menú no incluyen la propina, que los camareros te reclamarán si se te "olvida". Cenamos en una crêperie y regresamos al hotel dando un paseo. Seguía lloviendo, pero ahora nos cobijaba un paraguas azul con el escudo de Quebec. 

De día, el barrio gay Le Village es un oasis de placidez;
de noche es uno de los más populares de Montreal.
A la mañana siguiente ya no llovía, nos levantamos temprano y empezamos la visita histórico-cultural por Le Village (el barrio gay, desierto a esas horas tan tempranas); seguimos caminando hasta el río San Lorenzo y avistamos la noria y la cúpula de cristal que salen en las guías; vimos varias excursiones escolares en un parque recreativo con tirolina (Bon Secour); y nos detuvimos en la plaza Jaques Cartier, corazón del Vieux Montreal, con calles y edificios de indudable arquitectura y sabor europeos.


La plaza Jacques Cartier con el famoso hotel Nelson.
La plaza Jacques Cartier es rectangular, muy alargada y empinada, con floridas terrazas, pintores y músicos callejeros; un espacio para descansar y ver la vida pasar. Aquí comenzamos a seguir los pasos de los colonizadores de Canadá, empezando por Jacques Cartier, primer europeo en llegar a lo que hoy es Montreal en 1535. Después vino Samuel de Champlain (1603 y 1611) y, por fin, en 1642 un grupo de colonos fundó Ville Marie, el embrión del actual Vieux Montreal.

Basílica de Notre- Dame (Montreal).
Hacía un precioso día soleado, no demasiado caluroso, ideal para caminar por el centro histórico admirando edificios antiguos de piedra, de ladrillo rojo, en contraste con los pequeños rascacielos y entre elegantes boutiques y cafés. Llegamos a la plaza de Armas, que preside la basílica de Notre-Dame (6 euros la entrada), un admirable edificio neogótico (1824-29) con decoración interior azulada, techos en tonos verdes y bonitas vidrieras. Me encantó que oliera a madera, un olor característico de las iglesias metodistas protestantes de Norteamérica.

Banco de Quebec (izq.) y edificio Alfred,
en la plaza de Armas de Montreal.
Toda la plaza de Armas es una lección de historia y arquitectura. En el centro se levanta la estatua a uno de los fundadores de Montreal que comandaba a los primeros colonos. Y a los lados, varios edificios emblemáticos: Banco de Montreal (1847), cuya fachada recuerda al Panteón de Roma; edificio Alfred (1931), de estilo art-deco parecido al Empire State neoyorquino; y Banco de Quebec, que cuando se inauguró (1889) era el edificio comercial más alto de la ciudad; ocho plantas donde se mudaron los mejores financieros y abogados.

Museo de Bellas Artes de Montreal.
La siguiente visita del día fue el Museo de Bellas Artes, donde entramos gratis con el carné de prensa (precio general 15 dólares), pero antes comimos unas ensaladas en la cafetería-bistró. Había una exposición de Picasso, que no vimos por falta de tiempo y porque escogimos visitar la colección permanente y todo lo que pudimos de la parte dedicada a los artistas canadienses. 

Mansiones de la calle Sherbrooke (Montreal).
Después del museo caminamos un rato por la calle Sherbrooke: lujosos edificios, fachadas señoriales y marcas de ropa y joyas. Vimos el campus de la universidad McGill, donde las clases se imparten en inglés, y antes de volver al hotel compramos libros en Le Parchemin (St. Catherine, pasadizo del metro). Montreal es llamada "la ciudad de los festivales", y tras dos días viviéndola podíamos decir que además es una ciudad moderna y culta, bonita, elegante, ordenada, limpia, un paraíso para las bicicletas... y acogedora.

Esa noche nos lo tomamos con calma. Paseamos por Le Village, escuchamos música al aire libre en el parque y tomamos unas cervezas en la terraza del Sports Bar. Al día siguiente tocaba viajar en autobús a Quebec. Pero no estábamos tristes porque volveríamos a Montreal para finalizar nuestro periplo canadiense y coger el avión a España. Pero para eso faltaban muuuuuuuchos días.

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