1ª SORPRESA: Aterrizamos en Montreal el 25 de julio, tras un buen vuelo con Air Transat (siete horas desde Madrid). Nos sorprendió (y a mí me fastidió) que el control de pasaportes para entrar al país se realizara en máquinas: escaneas el documento, posas para la foto de rigor y contestas preguntas sobre divisas, armas, etc., siguiendo instrucciones en la pantalla (disponibles en castellano). Cuando la máquina expide la hoja pertinente ya puedes ir hacia la salida y darle el papel al policía.
2ª SORPRESA: Sí, en Montreal todo el mundo habla francés. Por supuesto, ya sabía que la provincia de Quebec es la zona francófona de Canadá y sus habitantes son bilingües, pero de entrada me chocó que solo se oyera el francés; un francés áspero, duro de entender incluso para franceses. A los turistas nos hablan en inglés. Cuando al fin subimos al autobús 747 en el aeropuerto para ir al centro de la ciudad llovía, y seguía lloviendo al bajar. Por suerte, la parada estaba muy cerca de nuestro hotel, Saint Denis, en pleno barrio Latino.
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El barrio Vieux Montreal: sabor europeo, edificios de piedra, mansiones bajas, bars-a-vins, elegantes cafés. |
3ª SORPRESA: Nos apetecía visitar el centro histórico antes de anochecer, así que cogimos el metro para ir al Vieux Montreal y llegó la tercera sorpresa: al comprar un paraguas vimos que los precios de las etiquetas no incluyen impuestos y el vendedor los añade al cobrarte. Igual pasa en bares y restaurantes: los precios del menú no incluyen la propina, que los camareros te reclamarán si se te "olvida". Cenamos en una crêperie y regresamos al hotel dando un paseo. Seguía lloviendo, pero ahora nos cobijaba un paraguas azul con el escudo de Quebec.
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De día, el barrio gay Le Village es un oasis de placidez; de noche es uno de los más populares de Montreal. |
A la mañana siguiente ya no llovía, nos levantamos temprano y empezamos la visita histórico-cultural por Le Village (el barrio gay, desierto a esas horas tan tempranas); seguimos caminando hasta el río San Lorenzo y avistamos la noria y la cúpula de cristal que salen en las guías; vimos varias excursiones escolares en un parque recreativo con tirolina (Bon Secour); y nos detuvimos en la plaza Jaques Cartier, corazón del Vieux Montreal, con calles y edificios de indudable arquitectura y sabor europeos.
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La plaza Jacques Cartier con el famoso hotel Nelson. |
La plaza Jacques Cartier es rectangular, muy alargada y empinada, con floridas terrazas, pintores y músicos callejeros; un espacio para descansar y ver la vida pasar. Aquí comenzamos a seguir los pasos de los colonizadores de Canadá, empezando por Jacques Cartier, primer europeo en llegar a lo que hoy es Montreal en 1535. Después vino Samuel de Champlain (1603 y 1611) y, por fin, en 1642 un grupo de colonos fundó Ville Marie, el embrión del actual Vieux Montreal.
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Basílica de Notre- Dame (Montreal). |
Hacía un precioso día soleado, no demasiado caluroso, ideal para caminar por el centro histórico admirando edificios antiguos de piedra, de ladrillo rojo, en contraste con los pequeños rascacielos y entre elegantes boutiques y cafés. Llegamos a la plaza de Armas, que preside la basílica de Notre-Dame (6 euros la entrada), un admirable edificio neogótico (1824-29) con decoración interior azulada, techos en tonos verdes y bonitas vidrieras. Me encantó que oliera a madera, un olor característico de las iglesias metodistas protestantes de Norteamérica.
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Banco de Quebec (izq.) y edificio Alfred, en la plaza de Armas de Montreal. |
Toda la plaza de Armas es una lección de historia y arquitectura. En el centro se levanta la estatua a uno de los fundadores de Montreal que comandaba a los primeros colonos. Y a los lados, varios edificios emblemáticos: Banco de Montreal (1847), cuya fachada recuerda al Panteón de Roma; edificio Alfred (1931), de estilo art-deco parecido al Empire State neoyorquino; y Banco de Quebec, que cuando se inauguró (1889) era el edificio comercial más alto de la ciudad; ocho plantas donde se mudaron los mejores financieros y abogados.
La siguiente visita del día fue el Museo de Bellas Artes, donde entramos gratis con el carné de prensa (precio general 15 dólares), pero antes comimos unas ensaladas en la cafetería-bistró. Había una exposición de Picasso, que no vimos por falta de tiempo y porque escogimos visitar la colección permanente y todo lo que pudimos de la parte dedicada a los artistas canadienses.
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Mansiones de la calle Sherbrooke (Montreal). |
Después del museo caminamos un rato por la calle Sherbrooke: lujosos edificios, fachadas señoriales y marcas de ropa y joyas. Vimos el campus de la universidad McGill, donde las clases se imparten en inglés, y antes de volver al hotel compramos libros en Le Parchemin (St. Catherine, pasadizo del metro). Montreal es llamada "la ciudad de los festivales", y tras dos días viviéndola podíamos decir que además es una ciudad moderna y culta, bonita, elegante, ordenada, limpia, un paraíso para las bicicletas... y acogedora.
Esa noche nos lo tomamos con calma. Paseamos por Le Village, escuchamos música al aire libre en el parque y tomamos unas cervezas en la terraza del Sports Bar. Al día siguiente tocaba viajar en autobús a Quebec. Pero no estábamos tristes porque volveríamos a Montreal para finalizar nuestro periplo canadiense y coger el avión a España. Pero para eso faltaban muuuuuuuchos días.
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