martes, 11 de enero de 2022

"El hombre anodino", por Luis Fermín Moreno

 ('La moral del cruasán' y otros textos de Luis Fermín Moreno)

    Firma invitada:

Luis Fermín Moreno

@fathermarch


 

En los años cuarenta del pasado siglo, hubo un profesor absolutamente desastroso en la Universidad de Oxford. No sólo enseñaba una asignatura aburrida, Filología y Literatura Anglosajona, sino que lo hacía del modo más plomazo posible.  Uno de sus alumnos, el escritor Kingsley Amis, lo describió como incoherente y, con frecuencia, inaudible”.


Escribía largas listas de palabras en la pizarra, tapándolas con su cuerpo mientras murmuraba mentalmente ausente, y las borraba sin siquiera darse la vuelta. Otro de ellos, Philip Larkin, poeta laureado del Reino Unido, abundó en lo mismo: “Podía ser capaz de aprender la dichosa jerga; lo que me deprimía es que se suponía que tenía que admirarla”. 


J.R.R. Tolkien (1892-1973), escritor, poeta, filólogo, profesor universitario,
inventor de mundos, lenguas y criaturas.

 

Este criticado profesor se llamaba John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973). Fue un hombre tranquilo, amante de su familia y su trabajo, tirando a pesimista, poco amigo de los cambios y tan apegado a su hogar como los hobbits a su tierra. Pero guardaba dentro de sí una de las más fértiles imaginaciones de la historia de la literatura y, por la noche, las musas se divertían visitándole. Con la ayuda de ambas inventó viejas lenguas muy elaboradas, personajes para hablarlas y todo un universo  mitológico en el que se desplegaban sus aventuras. 



Se ha dicho que Tolkien, católico confeso,  era reaccionario e integrista. Los expertos en su obra sostienen, en cambio, que era más bien libertario. Desconfiaba de las ideologías y de la administración estatal, y era partidario de una moral de la responsabilidad individual. Le acusaron de racismo porque en sus libros el mal estaba personificado. Él lo consideraba absurdo. “Somos todos iguales ante el gran autor”, solía decir. También que “hay orcos por todos sitios, incluida la iglesia”. A un editor alemán que le preguntó en los años 30 si era judío, le contestó secamente que no tenía ese honor. 

 

Su obra magna, la aclamada El señor de los anillos es la lucha eterna entre el bien y el mal. Eterna porque, para él, las victorias son siempre provisionales. Y sin maniqueísmos: el bien llega muchas veces a través del mal. El propio final de la trilogía, que no vamos a desvelar por si todavía queda algún despistado que no se ha enterado, lo corrobora. 



"Cualquiera, hobbit, enano, elfo, ser humano,

tiene algo que aportar en este mundo"


Pero yo prefiero El Hobbit. A mí, como a Tolkien, me gustan los antihéroes. Bilbo Bolsón lo es. Este ser pequeñito –más que los enanos- y timorato se ve metido de pronto en una peligrosa aventura que no entiende. Al principio es más un lastre que una ayuda, hasta el punto de poner en peligro la vida de sus compañeros. Y no deja de lamentarse, añorando su hogar y preguntándose qué está haciendo en medio de ese follón. Pero cuando el mago Gandalf, la figura providencial, le deja desenvolverse solo, se ve de lo que es capaz. Lo cual demuestra que cualquiera, hobbit, enano, elfo, ser humano tiene algo que aportar en este mundo. Sin necesidad de tutela. Una conclusión nada desdeñable para los tiempos que corren. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario