(Más sobre el Partenón y la Acrópolis aquí)
Ni el Partenón era del todo blanco, ni los templos y estatuas que se desperezaban por la colina sagrada de Atenas
eran en su origen monocromáticos, pese a las palabras que el filósofo e historiador Ernest Renan (1823-1892) legó a la posteridad en 1865, al
avistar la Acrópolis. “Hay un lugar donde la perfección
existe”, escribió Renan, maravillado por la brillante blancura de las columnas marmóreas, apabullado por la belleza de esas piedras milenarias. En 1865, para Ernest
Renan, contemplar la Acrópolis fue como presenciar un milagro.
Aunque el mito de la blanca Grecia fue descartado ya a finales del siglo XIX y desmontado en las últimas décadas del XX, el visitante del siglo XXI que sube la escarpada cuesta de la colina ateniense para admirar de cerca los Propileos, el Partenón y las recias cariátides del Erecteion, sólo
puede admirar los monumentos en blanco, aunque sepa y haya visto reconstrucciones de su aspecto original.
¿Por qué durante más de veinte siglos
se pensó que a los griegos no les gustaba la policromía y todo lo hacían de color blanco? Según la obra de Philippe Jockey, el blanqueamiento tuvo su origen en
la época imperial romana, cuando los grandes compradores de arte griego
preferían las estatuas de bronce y, especialmente, mandaban hacer
copias en mármol blanco de coloridos originales helenos. La leyenda del blanco en el arte griego se observa en el mito de Pigmalión, creado por Ovidio (43 a.C.-17 d.C.), según el cual el rey de Chipre
Pigmalión se enamora perdidamente de una estatua de marfil "blanco
como la nieve".
Más tarde, con la cristianización del Imperio, el blanco se convirtió en sinónimo de santidad, pureza y vida eterna. Y con el Renacimiento no sólo se perpetúa el blanco marmóreo como ideal de belleza, sino que toda la Antigüedad en sí misma pasó a ser concebida en ese color, concentrados los pintores, escultores y arquitectos en la figura humana, no en el color.
Incluso, cuando Grecia logró zafarse de la dominación turca y consiguió la independencia, en 1830, trató de lavar toda influencia oriental mediante la reivindicación de su idioma clásico y de sus edificios portentosos, entre ellos, el mito del blanco. Fue así cómo el anciano y algo decrépito Partenón se convirtió, con su perfil níveo, en el símbolo de la restauración nacional
Como quiera que sea, el blanco griego es un mito, como todos los que subsisten en la escala académica y pueblan las fantasías de medio mundo que se pasea por Grecia (aunque sea en los adocenados cruceros veraniegos por el Mediterráneo), pero ese país, hoy arruinado y bajo la tutela de la troika, lleva más de veinticinco siglos de adelanto sobre el resto.
Y son legión quienes piensan como lo hacía la escritora Marguerite Yourcenar (1903-1987), autora de Memorias de Adriano, una biografía novelada del emperador romano que más amó la Grecia clásica. Yourcenar escribió: "¿Qué más se puede hacer, a qué más se puede aspirar en este mundo, después de haber tallado la más perfecta estatua en un mármol de un blanco más que perfecto?".
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Vista aérea de la Acrópolis de Atenas como debió ser en el siglo V a.C. |
Aunque el mito de la blanca Grecia fue descartado ya a finales del siglo XIX y desmontado en las últimas décadas del XX, el visitante del siglo XXI que sube la escarpada cuesta de la colina ateniense para admirar de cerca los Propileos, el Partenón
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La cerámica arcaica, como ésta con la muerte del Minotauro (siglo VII a.C.), con figuras negras sobre rojo, muestra el gusto griego por la policromía. |
Un libro de Philippe Jockey desmenuza cómo los frontones de los templos y los
frisos esculpidos a partir del siglo V
a.C. estaban realzados con vivos colores, lo mismo que, siglos después, las
catedrales medievales asombrarían con sus brillantes colores. El libro de Jockey narra cómo los
hallazgos arqueológicos y las nuevas tecnologías permiten hoy comprender por
qué el mítico escultor Praxíteles (siglo IV a.C.), cuando se le preguntaba cuál de sus
esculturas prefería, contestaba: “Aquellas en las que Nicias (un famoso pintor del siglo IV a.C.) ha puesto
su pincel”, pues, en esa época, las estatuas se pintaban a la vez que se
tallaban.
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'Poseidón' (izquierda) del Museo Arqueológico de Atenas (sala escultura clásica). |
Más tarde, con la cristianización del Imperio, el blanco se convirtió en sinónimo de santidad, pureza y vida eterna. Y con el Renacimiento no sólo se perpetúa el blanco marmóreo como ideal de belleza, sino que toda la Antigüedad en sí misma pasó a ser concebida en ese color, concentrados los pintores, escultores y arquitectos en la figura humana, no en el color.
Irónicamente, el mito de la Grecia
blanca alcanzó su apogeo en el siglo XIX, que fue precisamente cuando más se
acumularon las pruebas de que tanto los edificios como las estatuas antiguas eran en su origen de ricos colores. Un solo ejemplo: el cónsul de Francia en
Atenas, en 1798, realizó la siguiente descripción del Partenón: “Todo él estaba
pintado”. Sin embargo, la mayoría de occidentales se negaron a admitir lo
obvio.
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'Atenea pensativa', relieve de 460 a.C. con restos de policromía en los pliegues. |
Como quiera que sea, el blanco griego es un mito, como todos los que subsisten en la escala académica y pueblan las fantasías de medio mundo que se pasea por Grecia (aunque sea en los adocenados cruceros veraniegos por el Mediterráneo), pero ese país, hoy arruinado y bajo la tutela de la troika, lleva más de veinticinco siglos de adelanto sobre el resto.
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Marguerite Yourcenar, autora de 'Memorias de Adriano'. |
Y son legión quienes piensan como lo hacía la escritora Marguerite Yourcenar (1903-1987), autora de Memorias de Adriano, una biografía novelada del emperador romano que más amó la Grecia clásica. Yourcenar escribió: "¿Qué más se puede hacer, a qué más se puede aspirar en este mundo, después de haber tallado la más perfecta estatua en un mármol de un blanco más que perfecto?".
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