Cuanto más digitales nos
volvemos, mayor valor le damos a las experiencias sensoriales. Yo, que en mi
vida laboral me dejo abrazar por la tecnología, soy en cambio incapaz de leer por
placer un e-book y no concibo el fin
de semana sin un periódico en papel. Desde hace unos meses soy miembro fundador
de un club de lectura para escritores llamado El Geográfico. Un club muy
selecto donde solo se entra por razón de amistad y donde lo mismo nos leemos una
poesía recién compuesta que el párrafo de un relato en construcción o unas
frases de la novela que verá la luz en la próxima Feria del Libro de Madrid.
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Retrato del poeta y político Lamartine (Théodore Chassériau). |
Los
seis miembros del club secundamos así una tradición literaria del siglo XIX: las lecturas en voz alta
que realizaban los propios escritores ante un reducido número de amigos o
colegas. El escritor y político
Alphonse de Lamartine (1790-1869) popularizó esta costumbre en Francia y se extendería por toda Europa hasta
la I Guerra Mundial. Desde el siglo XIX hasta comienzos del XX, las lecturas literarias tenían el mismo protocolo: se celebraban en un salón, a menudo en casa del escritor
que leía, rodeado de amigos cercanos. Una suerte de ensayo para probar el recibimiento
de las nuevas composiciones.
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| 'La lectura' (1903), de Theo van Rysselberghe. |
Ese ambiente está recogido en el cuadro
de
Theo van Rysselberghe (1862-1926) titulado
La lectura, del año 1903, donde vemos al poeta Émile Verhaeren leyendo un texto
delante de siete colegas (Guide, Fénéon, Maeterlinck, etc). Este lienzo atestigua la necesidad que tenían los autores de principios del siglo XX de leerse entre ellos, además de probar que la lectura en pequeños grupos era considerada una práctica consustancial a la vida
literaria.
Los escritores siempre han (hemos) padecido la extraña afección de procurar la atención del lector y tratar de hallar en su espejo el reflejo de nuestras inquietudes.
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